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Oración por los enfermos
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Oración por los enfermos

En la Basílica de Santa María de Trastevere de Roma se reza por los enfermos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos
Lunes 7 de junio

En la Basílica de Santa María de Trastevere de Roma se reza por los enfermos.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 5,1-12

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos ,
porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegráos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

A partir de hoy la liturgia de la Iglesia nos introduce en la lectura continua del Evangelio de Mateo. Y empieza con las "bienaventuranzas" que abren el conocido discurso de la montaña. Jesús quiere mostrar a aquella muchedumbre el camino de la bienaventuranza, de la felicidad. Su camino, que no es el camino de los fariseos y de una religiosidad hecha de normas pero sin corazón. Los creyentes de Israel ya se habían acostumbrado a la noción de bienaventuranza gracias a los salmos: "Dichoso será el hombre que pone en el Señor su confianza", "dichoso el que cuida del débil", "dichoso quien confía en ti", cantan los salmos. Esa es la bienaventuranza del creyente de Israel. Jesús, siguiendo en esta línea, afirma que son bienaventurados los hombres y las mujeres pobres de espíritu, es decir, los humildes (los que confían en Dios y no en las riquezas). Y también lo son los misericordiosos, los afligidos, los mansos, los que tienen hambre de justicia, los puros de corazón, los perseguidos a causa de la justicia y los que son insultados y perseguidos a causa de su nombre. Nadie había dicho jamás palabras como aquellas. Era la primera vez que resonaban en aquel monte de Galilea. A nosotros, que las escuchamos hoy, pueden parecernos lejanas y totalmente irreales. Admitimos que son preciosas, pero es imposible ponerlas en práctica. Para Jesús no es así. Él quiere para nosotros una felicidad verdadera, plena, duradera. A nosotros normalmente nos interesa vivir un poco mejor, estar solo un poco más tranquilos. Hay quien habla de un mundo de "pasiones tristes". Y precisamente por distanciarse de la cultura mayoritaria, esta página de las Bienaventuranzas es un verdadero Evangelio, una verdadera "buena noticia". Las bienaventuranzas nos salvan de una vida cada vez más banal y nos llevan hacia una vida llena de sentido, una alegría mucho más profunda de cuanto podemos imaginar. Las bienaventuranzas no son demasiado elevadas para nosotros, del mismo modo que no lo eran para aquella muchedumbre que las escuchó por primera vez. Tienen un rostro humano: el rostro de Jesús. Él es el hombre de las bienaventuranzas, el hombre pobre, el hombre manso y hambriento de justicia, el hombre apasionado y misericordioso, el hombre perseguido y asesinado. Mirémoslo y sigámoslo, y así seremos bienaventurados también nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.