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Vigilia del domingo
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Festividad de san Benito (†547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la Regla que lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 11 de julio

Festividad de san Benito (†547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la Regla que lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Isaías 6,1-8

El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, Y se gritaban el uno al otro:
"Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot:
llena está toda la tierra de su gloria.". Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo. Y dije:
"¡Ay de mí, que estoy perdido,
pues soy un hombre de labios impuros,
y entre un pueblo de labios impuros habito:
que al rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!" Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca y dijo:
"He aquí que esto ha tocado tus labios:
se ha retirado tu culpa,
tu pecado está expiado." Y percibí la voz del Señor que decía:
"¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra"?

Dije: "Heme aquí: envíame."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos presentará durante algunos días pasajes del libro de Isaías. Empieza con la descripción de la vocación del profeta. Acaba de morir por lepra, la enfermedad impura por antonomasia, el rey Ozías por haber violado arrogantemente la santidad divina al permitir que el pueblo sacrificara y ofreciera incienso a otros dioses (cf. 2 R 15,5). En contraposición a esta actitud del rey, Isaías tiene una visión en la que se muestra la transcendencia y la absoluta majestad de Dios. Ante la altura de Dios -es "santo, santo, santo, el Señor"- el hombre reconoce su límite, su bajeza, la impureza de sus labios. Solo Dios es el "Santo", es decir, el separado. Con todo, este Dios no se niega a entrar en la historia de los hombres. Al contrario: quiere llenar el vacío que lo separa de los hombres enviando a su profeta. Isaías es consciente de su pequeñez y de su pecado. Pero el Señor lo llama, lo purifica, y pone en su boca las palabras que debe comunicar a su pueblo. Ante el llamamiento del Señor, Isaías no se echa atrás. Conoce bien sus límites, pero también sabe que su fuerza es el Señor. La historia de Isaías es emblemática para todos los creyentes, también para nosotros, o más bien sobre todo para nosotros, que somos llamados a una nueva misión en el mundo de hoy. El papa Francisco invita a una "conversión misionera". "¿A quién enviaré?", parece pedir Dios también hoy. Y nosotros debemos preguntarnos: ¿quién responderá a la pregunta de Dios que busca profetas de su Palabra en un mundo que parece dominado por la resignación al mal? Todos nosotros, los creyentes, y también todos aquellos que quieran participar, deberíamos contestar, como Isaías: "Yo mismo: envíame".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.