ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de san Pier Damiani (†1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes de cualquier parte del mundo. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 21 de febrero

Recuerdo de san Pier Damiani (†1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes de cualquier parte del mundo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 2,14-24.26

¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras es estéril? Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las obras, la fe alcanzó su perfección? Y alcanzó pleno cumplimiento la Escritura que dice: Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia y fue llamado amigo de Dios.» Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La fe es lo que salva, escribe Pablo: la fe libera al hombre de la soberbia de exigir la salvación, don gratuito de Dios. Pero la fe debe vivificar la vida entera del discípulo, añade Santiago. No se trata de una contraposición: Santiago aclara lo que Pablo afirma. La fe, en efecto, libera necesariamente energías de bien. Por eso la fe sin las obras está muerta. Además, Jesús decía: "No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21). Santiago insiste, como ha hecho hasta ahora, en un cristianismo que a partir de la fe se convierte en acción, comportamiento, opción de vida. La tentación hoy es vivir una fe sentimental, individualista, ajena a las decisiones de la vida. A través del ejemplo del rechazo a ayudar a un hermano o una hermana necesitados, Santiago denuncia la insensibilidad y la dureza de corazón del creyente que no se conmueve. Tal comportamiento es una traición al mandamiento fundamental del amor. Aun así, es lo que ocurre cuando nos contentamos con nuestros sentimientos, aunque los vivamos con gran emoción, creyendo hacer lo debido por las buenas palabras que decimos pero sin haber ayudado de forma concreta a quien pide algo. No basta con creer en abstracto ni tampoco es suficiente cumplir con determinados ritos. La fe lleva necesariamente a nuevos comportamientos, a nuevas manifestaciones de amor. Abrahán es el modelo del verdadero creyente: él escuchó con confianza lo que Dios le pedía y lo puso en práctica de inmediato y hasta el final. Su fe, que empezó abandonándose a la voluntad de Dios, se hizo perfecta en esta obra, lo que le valió la justificación. Lo mismo sucedió con Rajab, que decidió ponerse de parte del pueblo de Dios a pesar de ser extranjera y prostituta. Santiago concluye con una imagen más: del mismo modo que el cuerpo muerto es signo de la ausencia del alma, también la ausencia de obras es signo de la falta de una fe viva.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.