ORACIÓN CADA DÍA

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Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo 23 de junio

Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo


Primera Lectura

Génesis 14,18-20

Entonces Melquisedec, rey de Salem, presentó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo, y le bendijo diciendo: "¡Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de cielos y tierra, y bendito sea el Dios Altísimo,
que entregó a tus enemigos en tus manos!"
Y diole Abram el diezmo de todo.

Salmo responsorial

Psaume 109 (110)

Oráculo de Yahveh a mi Señor: Siéntate a mi diestra,
hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus
pies.

El cetro de tu poder lo extenderá Yahveh desde Sión:
¡domina en medio de tus enemigos!

Para ti el principado el día de tu nacimiento,
en esplendor sagrado desde el seno, desde la aurora de
tu juventud.

Lo ha jurado Yahveh y no ha de retractarse:
"Tú eres por siempre sacerdote, según el orden de
Melquisedec."

A tu diestra, Señor,
él quebranta a los reyes el día de su cólera;

sentencia a las naciones, amontona cadáveres,
cabezas quebranta sobre la ancha tierra.

En el camino bebe del torrente,
por eso levanta la cabeza.

Segunda Lectura

Primera Corintios 11,23-26

Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío.» Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío.» Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 9,11-17

Pero las gentes lo supieron, y le siguieron; y él, acogiéndolas, les hablaba acerca del Reino de Dios, y curaba a los que tenían necesidad de ser curados. Pero el día había comenzado a declinar, y acercándose los Doce, le dijeron: «Despide a la gente para que vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado.» El les dijo: «Dadles vosotros de comer.» Pero ellos respondieron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente.» Pues había como 5.000 hombres. El dijo a sus discípulos: «Haced que se acomoden por grupos de unos cincuenta.» Lo hicieron así, e hicieron acomodarse a todos. Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente. Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Con la narración de la última cena que Pablo hace a los Corintios, la liturgia de este domingo nos vuelve a proponer aquellas palabras tan fuertes y concretas: "Este es mi cuerpo", "Esta es mi sangre". Es realmente el misterio de la fe. Es el misterio de una continua y particularísima presencia. Jesús, en la eucaristía, no solo está presente realmente (que ya es algo grande), sino que está presente como cuerpo "partido" y como sangre "derramada". En ese sentido, la fiesta del Corpus Christi es la fiesta de un cuerpo que puede mostrar las heridas; la fiesta de un cuerpo de cuyo costado sale "sangre y agua" como indica el apóstol Juan.
Su propio cuerpo está presente entre nosotros de manera distinta a la nuestra: nosotros estamos atentos y preocupados por nuestro cuerpo, pero él está presente con un cuerpo "partido". Nosotros solemos defendernos con todo tipo de atenciones y consideraciones, pero él pasa entre nosotros derramando toda su sangre. Aquella hostia es una contestación continua (en ese sentido es "extranjera") a nuestra manera de vivir, a las atenciones que tenemos para estar bien, a nuestro intento de evitar el cansancio, a nuestro empeño por rehuir toda responsabilidad. En definitiva, cuando se trata de gastarse para los demás, todos intentamos echarnos atrás. El Señor, en aquella hostia, nos muestra una concepción exactamente opuesta. ¡Bienvenida sea, pues, la procesión del Corpus Christi! Que pase por nuestras calles; no simplemente para recibir un tributo festivo externo, sino más bien para que pueda pasar por nuestros corazones y hacerlos más similares al corazón de Jesús. Eso es lo que dice Pablo: el Señor se hizo alimento para los hombres, para que todos nos transformáramos en un solo cuerpo, el de Cristo; para que tengamos los mismos sentimientos de Cristo.
Cabe hacer una consideración más, una consideración referente al Evangelio de la multiplicación de los panes. Las procesiones del Corpus Christi pasan cada día por nuestras calles, aunque no se adorne su recorrido y no se tiren flores a su paso (más bien hay quienes esparcen indiferencia, cuando no insultos). Se trata de las procesiones de los pobres, los de nuestra ciudad, los que llegan de fuera y los muchísimos que están lejos de nosotros. Todos ellos son el "cuerpo de Cristo", y siguen recorriendo las calles de nuestras ciudades y del mundo sin que nadie se ocupe de ellos. "Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo desdeñéis cuando está desnudo. No honréis al Cristo eucarístico con paramentos de seda, mientras fuera del templo descuidáis a este otro Cristo afligido por el frío y por la desnudez". Ambos son el cuerpo real de Cristo. Y Cristo no está dividido, si es que no lo dividimos nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.