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Oración de la Pascua
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Oración de la Pascua

La Iglesia armenia recuerda hoy el Metz Yeghérn, el "Gran Mal". Conmemora las masacres que sufrieron durante la Primera Guerra Mundial, en las que fueron asesinados más de un millón de armenios. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Miércoles 24 de abril

La Iglesia armenia recuerda hoy el Metz Yeghérn, el "Gran Mal". Conmemora las masacres que sufrieron durante la Primera Guerra Mundial, en las que fueron asesinados más de un millón de armenios.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 3,1-10

Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la hora nona. Había un hombre, tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: «Míranos.» El les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar.» Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios. Todo el pueblo le vio cómo andaba y alababa a Dios; le reconocían, pues él era el que pedía limosna sentado junto a la puerta Hermosa del Templo. Y se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este episodio muestra los primeros pasos de la comunidad cristiana después de la Resurrección. Tal vez los apóstoles recuerdan las primeras enseñanzas de Jesús, las que narra el capítulo "Jesús convocó a los Doce y les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, así como para curar dolencias. Después los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar, Pero antes les dijo: "No toméis nada para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas cada uno"" (Lc 9,1-3). Más adelante añade que les envió de dos en dos. Pues bien, en esta primera ocasión, Pedro y Juan parece que ponen en práctica literalmente las indicaciones de Jesús. Son dos, no tienen nada, ni bastón ni dinero. Su amor, su pasión común por el Evangelio es su única fuerza. Sucede lo mismo con toda comunidad cristiana. Pedro y Juan son los primeros que se mueven y nosotros debemos seguir siempre sus pasos. Llegan a la "puerta Hermosa" del templo y ven a un hombre inválido desde su nacimiento. Tiene cuarenta años, y seguramente ha pasado la mayoría de su vida allí tendiendo la mano. Estaba fuera del Templo. No podía entrar porque no se podía mover y porque estaba enfermo. Había un triste proverbio en aquellos tiempos que decía: "el ciego y el cojo no entrarán". Y por desgracia todavía hoy muchos pobres (a veces son países enteros) se ven obligados a no entrar, a quedarse a las puertas de los ricos. Probablemente el inválido no espera más que algo de limosna de los dos discípulos que habían llegado hasta donde estaba él. Extiende su mano, como hace con todos. Los mendigos siguen haciendo lo mismo aún hoy. Pedro le mira y "juntamente con Juan dijo: "Míranos"". El milagro empieza con una mirada de compasión y de misericordia. No pasan de largo, como hacen muchos. Ellos se paran e instauran una relación directa. El papa Francisco dice: "Cuando deis limosna, ¡que vuestra mano toque su mano!". Aquel mendigo recibe mucho más que una limosna. La curación empieza ya con la mirada. Y Pedro añade: "En nombre de Jesucristo, el Nazoreo, echa a andar", le da la mano derecha y lo pone en pie. Todos nosotros tenemos que seguir el Evangelio con la mirada y con las manos de Pedro y de Juan. Y los primeros amigos, los primeros compañeros de este viaje son los pobres, los débiles, los enfermos. Nuestras manos y nuestros ojos están indisolublemente unidos con sus ojos y sus manos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.