Queridos hermanos y hermanas,
Celebramos la Eucaristía del domingo en memorial de la muerte y resurrección del Señor: para nosotros cristianos es la celebración más importante y más eficaz de nuestra vida y también para las intenciones de la Iglesia.
La celebramos en esta bellísima basílica de Santa María en Trastevere con la comunidad parroquial, con los miembros de la Comunidad de Sant’Egidio y con un buen grupo de obispos de todo el mundo reunidos estos días aquí, en el espíritu de la Comunidad de Sant’Egidio. Agradecemos a la Comunidad este encuentro.
La Palabra de Dios que hemos escuchado hoy nos habla de la misericordia, del amor de Dios y de su salvación. Jesús guarece, purifica a un leproso. La lepra era, como sabemos, una enfermedad dolorosa, física y moralmente: separaba al leproso de la comunidad familiar y social. Él, según la ley de Moisés, tenía que alejarse y gritar “impuro, impuro”: para mantener la salud pública, para evitar el contagio. Nos ha hablado hoy así el fragmento del Levítico.
El Evangelio nos presenta el encuentro de un leproso con Jesús: ¡qué afortunado que es aquel hombre que se ha encontrado con el Señor! Cuántas cosas se dicen en este breve fragmento del inicio del Evangelio de Marcos, precisamente cuando Jesús empieza a hablar de su ministerio en Galilea, o sea en el camino del reino de Dios.
El leproso buscó a Jesús, no fue un encuentro casual, pues el leproso tenía el deseo de encontrase con el Señor porque quería su curación, su purificación.
Es el mismo deseo de Zaqueo, de ver a Jesús, aunque es diferente del que tenía Herodes en la búsqueda de Jesús. El leproso buscaba, creía que el Señor podía ser su salvador.
¿Qué le dice el leproso a Jesús cuando le encuentra? “Si quieres, puedes limpiarme”. Es una demanda hecha con mucho respeto, subrayando el respeto de la voluntad de Jesús, la voluntad de Dios, y este respeto se debe subrayar, porque el leproso quería, buscaba con todas sus fuerzas, su purificación, y a pesar de esta voluntad suya la subordina a la voluntad de Jesús. Es para todos nosotros, hermanos y hermanas, un ejemplo, cuando presentamos al Señor nuestras demandas espirituales y materiales.
En el texto del Evangelio la reacción de Jesús es central: el Evangelio nos dice que Jesús se conmovió, tocó al leproso, le manifestó su voluntad de purificarle y le dio la curación. Toda esta acción de Jesús manifiesta diferentes aspectos de la misión salvadora del Señor. Jesús, Dios y hombre, amaba infinitamente a todos. Su corazón humano estaba lleno de amor y por esto ofreció su vida en la cruz.
Jesús se conmueve por el mal, por la enfermedad, por la muerte. Jesús se encarnó para luchar contra todo esto, y si es cierto que la salvación divina no aparta ni la enfermedad ni la muerte, ha vencido todo esto, porque, por la cruz y la resurrección del Señor, tienen un sentido diferente, son signo de vida y son caminos que llevan al amor auténtico y a la vida eterna que es la felicidad con Dios en la Jerusalén celeste.
Pero Jesús tocó el leproso, se acercó y le tocó. El padre Damián hizo lo mismo que Jesús, siglos y siglos después. Esta cercanía y este contacto físico de Jesús con el leproso curaron el sufrimiento moral y espiritual de aquel hombre: es la fuerza salvadora del amor, aunque continúe la enfermedad.
Es lo que hace el programa DREAM de la Comunidad de Sant’Egidio en África, con los enfermos de sida: los fármacos son necesarios pero no suficientes. Hace falta el amor, la cercanía, la amistad, como hizo Jesús, como hizo el buen samaritano, como hizo el padre Damián.
Y en esta curación aparece el sentido de la gratuidad de la salvación de Jesús y también la fuerza y la eficacia de la gratuidad de todas aquellas cosas que la Comunidad de Sant’Egidio y muchas, muchas realidades eclesiales, hacen por todo el mundo por amor, gratuitamente.
Esta gratuidad cura, acompaña, da sentido a la vida de las personas, vence la pobreza y la soledad, la injusticia y el mal. La gratuidad de nuestro amor en manos de Dios hace muchos milagros: en nuestro mundo de hoy, en medio del materialismo, como decía Andrea Riccardi, la gratuidad del amor de Dios y del amor de todos nosotros cristianos evangeliza, es una buena noticia.
Y Jesús purifica la lepra de aquel leproso, es el amor salvador, eficaz, de nuestro Salvador. Y la alegría de aquel pobrecito leproso fue inmensa: estaba curado, estaba salvado, estaba purificado, podía volver con su familia, con su comunidad humana.
Tendría que ser, queridos hermanos y hermanas, la misma alegría, el mismo gozo, la misma felicidad que deberíamos tener cuando el Señor nos da su perdón por nuestros pecados. Porque el pecado disminuye nuestra relación espiritual con el cuerpo místico de Cristo, nos aleja, y cuando recibimos el sacramento del perdón decimos a Jesús como el leproso “Señor, si quieres, puedes limpiarme, puedes perdonarme”, y el Señor nos dice: “Quiero, queda limpio, queda perdonado”.
Como el leproso, también nosotros debemos proclamar y divulgar nuestra purificación, las maravillas que el Señor hace en nosotros y a través de nosotros, tenemos que evangelizar imitando a san Pablo, en este año paulino, él que tenía una gran pasión por evangelizar.
El apóstol, en la lectura que hemos escuchado, nos pide: “Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo”. Cuando servimos a los pobres y enfermos hacemos presente al Señor, como el leproso que se puso a proclamar y divulgar el hecho, tanto es así, que como hemos escuchado, Jesús era más conocido.
Con esta celebración de la Eucaristía, alimentamos nuestro amor por Dios y por nuestros hermanos, especialmente los más débiles, los que tienen más necesidad de nosotros, los pobres, los enfermos.